«Todo te cambia en un segundo. El dolor no tiene fin, sabés que lo vas a vivir cada día. Cuando perdés a tus padres, te quedás huérfano. Cuando perdés a tu hija, no hay palabras que nombren ese horror», dice Lucas.
Para la mamá de Martina el dolor es en todo el cuerpo, en la cabeza, en el alma. Pero también es ira: se enoja con los comentarios ofensivos que lee en las redes sociales; con el paro de guardaparques; con quienes hablan con liviandad sin saber lo que significa perder una niña, que la vida se te haga mil pedazos que jamás se juntarán.
Era muy chica cuando le prometió a su mejor amiga: “Cuando sea grande voy a tener una hija y le voy a poner tu nombre”. Y cumplió su palabra. Primero llegó Francisco y, unos años después, Martina. Hoy se prometió justicia para empezar a poner curitas a esa herida innombrable, porque dice que necesita saber que hay un responsable para tener paz; que necesita esa paz para poder respirar; que necesita respirar para poder recordar a Martina sólo desde el amor y para poder seguir adelante, de la mano de sus hijos, en un mundo que por un minuto, al menos, pueda darle un beso en la frente.
Martina Sepúlveda tenía 2 años cuando fue aplastada por el árbol que se desplomó en la playa Catritre, en San Martín de los Andes, el 1 de enero de 2016.
La naturaleza se impone y no podemos negarlo. Sin embargo, en espacios de encuentro de la sociedad y la naturaleza, hay hechos que se pueden prevenir. Un incendio accidental, la contaminación constante de la huella del ser humano (ambos hechos condenables) se pueden prevenir con normas básicas de convivencia, concientización, educación y control. Si vamos a transitar senderos que implican posibles encuentros con animales peligrosos, es clave que alguien nos advierta del riesgo que eso puede implicar.
Suponiendo que fuera imposible prever la caída de un árbol inmenso de raíces a la a vista en una playa concurrida, ¿no corresponde preguntarnos si la prevención y el control no serían un factor de cuidado para preservar la vida?
Antes de aquel día, no existía en el lugar ningún tipo de carcelería preventiva informativa que pudiera advertir a turistas y locales de cualquier peligro; tampoco ninguna supervisión, ni nadie que dijera que una brisa, un viento moderado o muchas otras situaciones que pudieran surgir representan una alerta.
Según la veterinaria y protectora de fauna silvestre, Carolina Marull, los Parques Nacionales y áreas protegidas tienen un objetivo hermoso, además de la preservación y conservación de la naturaleza, y es justamente el de “comprometer a la comunidad en ese cuidado”. Para eso, considera fundamental ese vínculo humano: “para cuidar hay que amar y para amar hay que conocer”. En ese intercambio, es muy importante pensar en la seguridad de las personas, y llevar un control riguroso sobre todo en espacios de uso público. “En estos lugares de convivencia de la naturaleza y aprendiendo que estos horrores nos pasan, necesitamos más campañas de difusión. Antes de entrar en un área, es importante informar sobre todos los riesgos que eso puede implicar”.
Los Parques Nacionales son obras extraordinarias que requieren políticas, presupuestos, campañas, comportamientos y controles a la altura de las circunstancias. Son obras de amor que implican compromiso absoluto con la naturaleza, pero también con el otro y la otra. La ecuación es simple: para que cuidemos, necesitamos cuidarnos; lo transformador necesita que nos transformemos; y el amor no exige más humanos.
Jamás ningún implicado se comunicó con las familias Sepúlveda, ni Mercanti. Nadie pidió perdón, ni dijo lo siento, ni extendió un abrazo de cortesía; nadie intentó explicar nada, ni se hizo responsable, ni atino a esbozar una excusa. Todos permanecieron en silencio.
Carecemos de empatía para ponernos en el lugar del otro, carecemos de la habilidad de asumir responsabilidades, carecemos muchas veces de organismos eficientes, carecemos de miradas que protejan la integridad de las personas. Pero la mayor carencia, es sin dudas la que tendrán esas familias por el resto de sus vidas.
La tragedia de Lolen, una herida en carne viva que exige justicia
El 1 de enero de 2016, en una playa de San Martín de los Andes, un árbol se desplomó y mató a Martina Sepúlveda, de 2 años y a Matías Mercanti, de 7.
Por Cecilia Rayén Guerrero Dewey
El primero de enero de 2016, en una de las playas más concurridas de San Martín de los Andes, un árbol inmenso se desplomó sobre la costa y mató a Martina Sepúlveda, de 2 años y a Matías Mercanti, de 7. Por el hecho, fueron imputados por homicidio culposo cuatro guardaparques del Parque Nacional Lanín y dos responsables del camping donde se produjeron las muertes. Recién en 2019, se juzgó y sobreseyó a los acusados. El Tribunal de Casación hizo lugar a la apelación presentada por la familia y un nuevo juicio tendrá lugar el próximo 30 de octubre. La semana pasada, trabajadores de Parques Nacionales llevaron adelante un paro en apoyo a los procesados, lo que para el círculo íntimo de las víctimas resultó una provocación. A casi 8 años del horror, las familias de los niños fallecidos conviven con un dolor abismal, sin paz, sin responsables, sin justicia.
Todos los días, antes de dormir, Soledad Di Lello pide soñar con su hija. A la mañana siguiente, abre los ojos y por más esfuerzo que haga no logra recordar nada. Quizá la última vez que lo hizo, fue unos meses después de que esta tristeza sin tregua llegara a su vida. Martina tenía dos años y medio y estaba en proceso de dejar los pañales. Esa noche la soñó sonriendo, divertida sobre la mesa, esperando que su mamá le cambiara el pañal. Al lado estaban su sobrina Mica y otras personas que no puede distinguir, pero a las que les decía: “no se muevan, por favor, porque si ustedes se mueven, Martina desaparece, se va a ir”. La muerte también es batallar contra el olvido. En contrapunto, la memoria se vuelve el bastión de quienes aún reclaman justicia: recordar los detalles, recordar por qué se batalla.
Es el primer día del año y van a celebrarlo al aire libre en familia. Soledad se acostó tarde y despertó temprano con sus hijos. Limpia y ordena el lío que quedó de los festejos. El cielo está un poco nublado, pero la temperatura es muy agradable y no hay viento. En temporada alta no es fácil encontrar una playa tranquila y cercana para pasar la tarde, pero saben que en Lolen alguien les guardó un lugar y hacia allí van abuelos, nietos, sobrinos, tíos: no falta nadie.
Lolen es un camping de la comunidad mapuche Curruhuinca, ubicado sobre la bahía Catritre, dentro del Parque Nacional Lanín. Es también una de las playas más cercanas al centro de San Martín de los Andes; apenas a 4,5kms del inicio de la ruta de los Siete Lagos, lo que hace que miles y miles de turistas y locales la visiten cada verano. Esa tarde no es la excepción y está repleta de familias que disfrutan del majestuoso Lacar y de los bosques frondosos.
Los Sepúlveda Di Lellio llegan, pagan la entrada y se reúnen con toda la parentela. Fran se encuentra con Matías, su compañero de fútbol que está en la playa junto a su hermana pequeña, abuelos y padres; Martina se les suma enseguida, nunca quiere separarse de su hermano y más si se trata de jugar con otros niños. En el agua, están las primas más grandes de Martina y Fran que los miran mientras juegan felices. Es una tarde suave, con esa suerte de alegría renovada que implica comenzar un año, de risas niñas que se mezclan con el oleaje, de mates, sol, de abrazos, baldes y palitas. Soledad mira a sus hijos jugar, pero está muy cansada y se duerme profundamente en la reposera.
Martina Sepúlveda tenía 2 años cuando fue aplastada por el árbol que se desplomó en la playa Catritre, en San Martín de los Andes, el 1 de enero de 2016.
De pronto, se escucha un griterío y luego el estruendo ensordecedor. Después todo es desesperación; después Soledad corre por la playa buscando a sus hijos; después los guardavidas municipales rescatan del agua a las personas que se hundieron y aún están atrapadas entre las ramas del árbol; después alguien aparece con una motosierra; después está Francisco parado, estático, al lado del roble con la espalda llena de cortaduras y raspones, preguntando por su hermana; después hay sirenas y llantos; después la muerte se impone y toallones, juguetes, miguitas de budín quedan tirados sobre la costa y a nadie le importa, porque ya nunca más nada tendrá valor. Es el primero de enero del 2016 y dos niños acaban de morir en la playa, aplastados por un roble pellín de 40 metros.
El saldo de una catástrofe evitable
Además de la muerte de Martina Sepúlveda y Matías Mercanti, la caída del árbol dejó más de una decena de heridos, algunos de gravedad, como Carmen Rey y Federico Mercante, la abuela y el papá de Matías, que durante un largo tiempo permanecieron internados, quedando ambos con secuelas físicas considerables.
Cuando las familias de los niños pudieron respirar, inmediatamente comenzaron con su reclamo de justicia en las calles y en las redes sociales. ¿Por qué nadie pudo advertir que ese árbol podía caer si tenía las raíces afuera? ¿Por qué no había más controles si ese espacio es uno de los más concurridos del principal destino neuquino? ¿Por qué si ingresas a un parque Nacional representa un peligro de vida nadie lo advierte?
Luego de la catástrofe, se determinó que no solo ese roble pellín representaba un peligro para los visitantes, sino que también lo era otras especies en condiciones similares, ya que inmediatamente se realizó el apeo preventivo de 40 ejemplares y el raleo de otros 100 árboles. Según explica un prestador turístico de la zona, “las playas estuvieron cerradas cerca de dos meses para realizar ese trabajo, al que también se sumó a ayudar la comunidad mapuche”.
Ante la inmediata acusación que recayó sobre el personal de parques, uno de los primeros argumentos que esgrimieron fue que resultaba imposible controlar todo el territorio del inmenso Parque Nacional Lanín. Sin embargo, como explica el mismo prestador, “en Catritre había un puesto de guardaparques. El tema es que la mayoría del personal no eran guardaparques formados, sino auxiliares. Había un control de árboles de las especies, si uno lo demandaba, pero ellos tenían como política mantener el bosque de forma natural”.
Un juicio, seis imputados
En 2019, se llevó a cabo el juicio, por el cual la jueza federal de Zapala, Silvina Domínguez, sobreseyó a los imputados vinculados a Parques Nacionales y a los concesionarios del camping Lolén, entendiendo que no podrían haber previsto la caída del árbol. La resolución fue apelada, pero la jueza ratificó el fallo. La familia de las victimas volvió a apelar ante la Cámara Federal, arguyendo que “la jueza no fue imparcial ya que no tomó en cuenta informes técnicos de ingenieros forestales que demuestran que el árbol estaba podrido, tenía las raíces afuera y representaba un peligro para todos los visitantes de ese camping». Finalmente, el Tribunal de Casación dio lugar a la apelación, apartando a la jueza del caso y dando continuidad a la investigación.
El juicio oral, que se llevará a cabo en el Tribunal Federal de Neuquén, desde el 30 de octubre al 2 de noviembre, tiene como imputados por homicidio culposo, incumplimiento y violación de deberes de funcionarios públicos y lesiones graves al jefe del Departamento de Conservación y Manejo, Juan Jones; al titular de Guardaparques, Diego Lucca; a la jefa de Uso Público del Parque Nacional Lanín, María Hileman; al guardaparques Matías Encina; como así también a Milena Cheuquepan y Juan Delgado, concesionarios del camping.
Días atrás, guardaparques de todo el país fueron al paro general para acompañar a los procesados. Si bien la medida duró sólo un día, advirtieron que el último fin de semana de octubre, previo al juicio, cerrarán todos los parques nacionales. Según sostuvo en diferentes medios el secretario de Prensa del Sindicato de Guardaparques Nacionales, Danilo Hernández Otaño, la muerte de los niños se produjo por hechos naturales, y “no hay forma de que un guardaparques pueda saber qué día, a qué hora y en qué dirección se van a caer todos y cada uno de los millones de árboles que componen el bosque andino-patagónico, desde Neuquén hasta Tierra del Fuego”.
La efervescencia de los trabajadores de parques parece soslayar y trivializar el reclamo principal de la familia, la cual tiene claro que es imposible poder tener dominio sobre la naturaleza, sobre cada una de las especies del Parque Nacional Lanín. Lo que la familia no admite, y al parecer nadie tiene respuestas, es la falta de cuidado y prevención en una de las playas más populosas del principal destino turístico de Neuquén. “No es lo mismo un espacio agreste, que un camping habilitado para uso recreativo; no es lo mismo lo que suceda en medio del bosque, que un espacio de uso público que exige el control adecuado y exhaustivo del organismo responsable de llevar adelante esa tarea: la Administración de Parques Nacionales”, afirma Soledad.
“Nosotros no le deseamos el mal a nadie. Solo queremos que nadie tenga que pasar lo mismo por lo que pasamos nosotros. Una administración del Estado Nacional debe cuidarnos, no desprotegernos. Cuando vas a un lugar que está habilitado, donde cobran una entrada, uno confía, uno dice estoy entrando a un lugar seguro. Por eso pedimos que la justicia determine responsabilidades, para que las cosas puedan transformarse. Si mañana esto queda en la nada, estamos a la buena de Dios”, explica Lucas, el papá de Martina.