Es la joven de la foto que fue hallada en un container de basura y que se volvió viral en las redes sociales.
Aída tiene una sonrisa serena que parece perenne, más allá de los gestos, las inflexiones de su voz o el tema de conversación que se esté planteando. La sonrisa siempre está.
Aguarda paciente las preguntas que sus familiares le hacen de muy cerca porque sus oídos dejaron de escuchar hace mucho. Ella se resiste a usar audífonos. Insistirle ya no tiene sentido.
Durante los últimos días su nombre circuló insistentemente a través de las redes sociales por una antigua foto encontrada en la basura. En la imagen se veía a un hombre junto a dos mujeres jóvenes en un mirador de San Martín de los Andes, con el lago Lácar de fondo. El administrador de la página de Facebook “Neuquén en el tiempo”, la publicó para tratar de que algún seguidor la identificara. Y así fue. Familiares y amigos nombraron a las tres personas. La jovencita de 23 años que está en el medio de la postal era Aída y estaba viva con 107 años.
“Siempre fui muy compañera de mi papá”, recuerda con nostalgia al referirse a una serie de fotos en la que aparece a su lado. Indudablemente tuvo una gran relación con Pedro ya que son muchas las imágenes en la que se ven juntos en distintos puntos del territorio neuquino.
Aída aprendió a manejar automóviles cuando tenía 14 años y eso le sirvió para transitar junto a su padre por los caminos más inhóspitos de Neuquén. “Él me enseñó a cambiar las ruedas del auto y a parchar las pinchaduras”, asegura.
Aída tiene cierta timidez y en varias ocasiones se queda en silencio por su persistente sordera, pero su hija María Ayda, su yerno Héctor Tresalet y su nieta Julieta ayudan a reconstruir su historia.
Cuentan que Aída fue muy independiente y luchadora, que se casó recién a los 35 años (algo inusual para una mujer en aquel entonces) y que siempre siguió adelante por más más que el destino le pusiera pruebas duras para superar, como la muerte de su esposo, cuando ella era todavía muy joven y recién se había radicado en la capital neuquina, o la de su hija mayor por un cáncer.
“A las dos hijas nos mandó a la universidad y ella esforzó muchísimo”, cuenta María Ayda, quien además destaca un hecho importante en la vida de su madre: Aída fue la primera mujer que trabajó en la Casa de Gobierno de Neuquén. Recuerda que tan exclusivo era el sector público en aquel entonces que en el edificio ubicado en las calles Roca y Rioja sólo había sanitarios para hombres. Su vida laboral continuó en el Registro Civil, donde desempeñó funciones durante tres décadas.
Aída siguió adelante, trabajando y criando a sus hijas, viviendo la vida a pleno y con mucha alegría -la clave según ella- de su longevidad tan larga y maravillosa.
“Yo he vivido una vida muy feliz. Fui siempre muy compañera de mis padres”, repite una y otra vez, cuando reaparece en las charlas ayudada por su nieta y contempla una gran cantidad de fotografías en blanco y negro donde se la ve siempre alegre, sola, con amigas o junto a su papá, el gran compañero de aventuras.
Es indudable, que la clave de la larga vida pasa por la felicidad. Su hija reconoce que la abuela nunca se cuidó demasiado en las comidas. “Siempre le gustaron las cosas fritas. Las milanesas, las papas, las tortillas… ¡y todo con mucha sal!”, asegura.
Recuerda que a los 70 quedó ciega como consecuencia de un golpe de presión y que la cura la buscó por el lado de la espiritualidad y la fe. Así, visitó al padre Mario Pantaleo, reconocido sacerdote italiano por sus dotes de sanador. Luego de varios encuentros con aquel pastor salesiano (curiosamente nacido el mismo año que ella) logró recuperar la visión.
Los años pasaron, de a uno, de a cinco, de a diez. Aída envejecía de a poco, como si el tiempo transcurriera a otro ritmo, como si su cuerpo se negara a perder la frescura de las épocas en las que disfrutaba de las montañas cordilleranas.
Por eso siempre tuvo energía para trabajar y para hacer cosas. Su familia cuenta que hasta los 103 años tejió mantillas para los bebés que nacían en el hospital, que nunca dejó de ocuparse de su casa y de cocinar platos aclamados por su familia, que siempre tuvo (y tiene) tiempo para divertirse jugando a las cartas.
Nunca perdió la memoria prodigiosa, más allá de que este año el COVID le arrebató muchos recuerdos. Hay fechas y acontecimientos que se borraron y ya no están, pero las reminiscencias más importantes, las que le dieron tanta felicidad y que fueron el motor de su longevidad, todavía están presentes.
Cuando comenzó la pandemia, Aída se fue a vivir con su hija y su yerno que la asisten permanentemente y disfrutan de su compañía y de sus charlas.
En el sillón del living que está al lado de la ventana que da al jardín, la abuela reza el rosario, descansa en silencio, vive su vida serena, aunque también se alegra con el ruido y el trajín propio que tienen las familias grandes.
En ese hogar recibe la visita de sus nietos (4) bisnietos (3), pero también de sobrinos que tienen más de 80 y 90 años. Y en cada encuentro, inevitablemente, aparece el pasado, las anécdotas, las fotos en blanco y negro y las preguntas obligadas a la privilegiada testigo de la historia. “¿De esto te acordás abuela?”, le preguntan una y otra vez.
Y cuando esto ocurre Aída sonríe, cierra los ojos y navega por los mares del tiempo. Se reencuentra con su papá en aquellas travesías por las montañas, se ríe junto a la niña que fue, se divierte con la joven que aprendió a vivir en libertad… Repasa su vida de más de un siglo y finalmente contesta.
¿Se acuerda? Claro que se acuerda.
Así de maravillosa es Aída, la jovencita de la foto antigua, la abuela feliz y de sonrisa perenne.